Cuando la mente corre más que el cuerpo

Cuando la mente corre más que el cuerpo

Nunca he sido de los que se quedan quietos, pero durante años no entendía por qué mi cabeza parecía ir siempre un paso por delante de mí. Podía estar en medio de una conversación en Pontevedra, con el bullicio del mercado de fondo, y de pronto mi mente saltaba a tres temas distintos: el recado que olvidé, una idea para el trabajo, el ruido de un coche que pasaba. Vivir con tdah en Pontevedra no es algo que uno identifique de entrada; al principio, solo piensas que eres despistado o que el mundo va demasiado lento para ti. Pero con el tiempo, y tras mucho darle vueltas, empecé a ver que no era solo eso, que había algo más detrás de esa energía que no lograba domar.

No fue fácil darme cuenta. Durante mucho tiempo, lo que más me marcó fue la sensación de no encajar del todo. En el colegio, los profesores me decían que era listo pero que no me concentraba, y yo me frustraba porque quería prestar atención, pero mi cabeza tenía otros planes. Ya de adulto, trabajando en una oficina cerca de la Alameda, notaba que empezaba mil tareas y terminaba pocas. Me olvidaba de citas, perdía el hilo en reuniones y, aunque intentaba organizarme, el caos mental siempre ganaba. Fue mi pareja quien, tras leer sobre el tema, me sugirió que podía ser TDAH, y ahí empezó un camino que no esperaba.

Las señales estaban ahí, aunque no las vi como tales hasta que las tuve enfrente. La dificultad para mantener el foco no era solo pereza, y esa tendencia a interrumpir a los demás en una charla no era mala educación; era mi cerebro corriendo a toda velocidad. 

También estaban las pequeñas cosas: dejar las llaves en cualquier sitio, empezar a cocinar y olvidar la sartén al fuego, o esa inquietud constante que me hacía mover la pierna sin parar bajo la mesa. Hablar con un psicólogo en Pontevedra me ayudó a unir los puntos. No era un diagnóstico para etiquetarme, sino una explicación que, por primera vez, me hizo sentir que no estaba roto.

El tratamiento llegó después, y no fue algo mágico, pero sí un alivio. Probé primero con terapia cognitivo-conductual, que me enseñó a manejar mejor el tiempo y a frenar un poco esa avalancha de pensamientos. El terapeuta, un tipo amable de la zona de Campolongo, me dio estrategias para priorizar, algo que antes me parecía imposible. Luego, tras valorarlo con un psiquiatra, empecé con medicación. No voy a mentir: al principio dudé, pero notar cómo mi mente se calmaba, aunque fuera un poco, me dio una paz que no conocía. Aquí en Pontevedra, hay especialistas que entienden el TDAH y que no te tratan como un caso raro, algo que agradezco cada día.

No todo es clínico, claro. He aprendido a buscar mis propios trucos. Salir a caminar por el Lérez cuando siento que la cabeza va a estallar me ayuda a resetear. También he descubierto que escribir lo que pienso, aunque sea un garabato en una servilleta, me ordena las ideas. Hablar con otros que pasan por lo mismo, en grupos de apoyo que he encontrado en la ciudad, me ha hecho ver que no estoy solo. El TDAH no se cura, pero se vive, y en un lugar como este, con su ritmo tranquilo pero vivo, he encontrado maneras de que mi mente y mi cuerpo vayan más de la mano.

A veces pienso en cómo habría sido darme cuenta antes, pero no me quedo ahí. Hoy, mientras camino por las calles empedradas o me siento en una terraza a ver pasar la vida, sé que entender el TDAH me ha cambiado. No es una lucha contra mí mismo, sino un aprendizaje constante. Hay días buenos y otros en que mi mente sigue corriendo más que mi cuerpo, pero ahora sé cómo alcanzarla, o al menos, cómo no perderme en el intento.

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